Contra la nostalgia (o no)
Escrito por Rebeca Javier
Cacería de brujas, la más reciente película de Luca Guadagnino, es de las primeras historias que ofrece un vistazo a un mundo post-#MeToo, el movimiento que hizo que el mundo pusiera atención a los testimonios de violencia contra las mujeres.
Por Rebeca Javier
Recuerdo que estaba a punto de entrar a la universidad cuando leí el célebre testimonio de Chanel Miller sobre la agresión sexual que sufrió en la Universidad de Stanford, en 2015. Recuerdo haberme conmovido profundamente por la franqueza y elocuencia con la que habló acerca de cómo se vive con las secuelas de la violencia sobre el cuerpo. Tampoco olvido la triste indignación, como con tantos otros casos, por la sentencia tan leve que recibió su agresor.
¿Es la palabra la única tribuna confiable que tenemos las mujeres para nombrar la violencia que sufrimos? Esa es la pregunta que me he hecho desde entonces. Han pasado diez años desde que surgió el movimiento Ni Una Menos, en América Latina, y ocho desde que #MeToo fuera parte constante en los titulares. Los avances han sido enormes, el trabajo de las educadoras y activistas le han dotado a mi generación de una herramienta invaluable: el vocabulario para nombrar nuestras vivencias.
El componente que todavía no está a la altura es el institucional. En Cacería de brujas, el enfrentamiento ocurre en uno de los grandes campos de batalla para las mujeres jóvenes, en la universidad. En el caso de la película, se trata de una universidad de élite en la que Maggie, una estudiante de doctorado, denuncia a un profesor por haberla agredido sexualmente después de una fiesta. Se trata de una mujer joven que ha crecido con privilegios y sabe perfectamente cuáles son las opciones que tiene para proceder de forma legal y administrativa contra su agresor.
Pero más allá de las tensiones de campus sobre quién consigue cátedra o no, lo que me parece más interesante de esta historia es la forma en la que muestra la diferencia generacional en la que las mujeres procesan la violencia que viven. Maggie usa la tribuna de internet y los medios de comunicación con la soltura de quien ha crecido con ellos. La profesora de Maggie, Alma, está en contra de manejar la situación en la esfera pública. Después se revela que ella también sufrió violencia cuando fue joven, que hizo la denuncia pública en su momento pero luego la retractó. En su caso, las secuelas de la violencia aparecen de formas más sutiles: el abuso de psicofármacos, los problemas de salud constantes.
Me pareció muy revelador la manera en la que se muestra a un grupo de estudiantes en protesta, que arrinconan a Alma porque Maggie mencionó en una entrevista que ella no la apoyó lo suficiente cuando fue a decirle que había sido víctima de violencia. El agresor nunca aparece como objeto de escrutinio público. Las sanciones disciplinarias y el despido ocurren fuera de cámara, en privado, como muchas veces sucede en la vida real. La compulsión colectiva de proteger al agresor y sancionar de forma discreta. Mientras tanto, la víctima debe probar en público lo que ha sufrido, cuantas veces sea necesario.
Han sido muchas las historias que hablan sobre cómo se vivió #MeToo como movimiento y sus consecuencias. Con Cacería de brujas, es la primera vez que veo la inclusión de un epílogo situado en el presente. Hay un televisor con las noticias sobre el cese de programas que defendían la inclusión y la diversidad en distintos sectores. Alma y Maggie se reencuentran, no para tener una reconciliación, sino para tener un cierre. Se menciona, casi de forma anecdótica, que el profesor que agredió a Maggie eventualmente encontró empleo como asesor de un político. Y aunque no terminan siendo amigas, su reunión al final de la película es un reconocimiento entre dos mujeres que han sufrido el mismo tipo de violencia patriarcal. Así que tal vez la solución no sea volver al 2015 o al 2018, sino seguir apostando por el encuentro, por muy inverosímil o pequeño que sea.
Participaron de esta nota
En Guatemala, los sectores religiosos se han caracterizado por apoyar abiertamente movimientos en contra de los derechos de las mujeres y promover una cultura de silencio frente a la violencia machista. En su séptimo año consecutivo, la campaña “Oramos pero también denunciamos” apunta a transformar esta realidad promoviendo la justicia de género desde las iglesias.